lunes, 26 de octubre de 2009

Son Puro Cuento





El calor de la siesta
De un tiempo a esta parte, el calor de la siesta se había tornado cada vez más insoportable para todos -para todos, menos para el idiota del lugar-. Clara sentía una profunda pena por aquel que sus padres le dijeron era su hermano mayor. Pero si hasta el cura del pueblo se hubiera ahorrado toda clase de oración final, por evitar que semejante espécimen llegase al cielo sin prejuicio alguno; realmente nadie, nadie a excepción de Clara, daba un céntimo por aquel pobre infeliz.
Un día, luego del almuerzo, la barra de chicos del pueblo fue por él para ir hasta el río a bañarse (costumbre que, desde hacía ya varias generaciones, tenían y mantenían los pobladores de la zona). El idiota estaba sentado de puerta en casa, en un cojín destripado por el tiempo; estaba babeando al sol de la siesta, cual reptil desafiante de antiguas mitologías secretas, con la mirada perdida entre las nubes que sólo él era capaz de creer cercanas al día de una tormenta, mientras que el resto de todos ellos, habían dejado perder hasta esa mísera esperanza de animal religioso. “El Leviatán parecía haber desaparecido de entre las borrosas palabras de una antigua Biblia española, de finales del siglo XVI”; -el dato figuraba en un archivo de la época, junto a una lista de detalles tan relevantes como el antes mencionado-.
(De aquí en más, séa la prudencia de cada quién, la que juzgue por los hechos; yo prefiero la reserva del ignora).
Ese mismo día por la tarde, Clara se había preparado para ir a misa, pues su corazón se deshacía por un extraño presentimiento. Su propia madre así se lo había aconsejado, y juntas irían a la iglesia a rezar.
De regreso a casa, y por el camino que las llevaba hasta ella por entre el caserío, ambas mujeres notaron que una multitud de vecinos, a la distancia, se agitaba en medio de una nube de gemidos y sollozos; a ésto, tuvieron que apurar el paso por temor ante el advenimiento de una tormenta de la cual nadie tenía precedentes, y mucho menos, estas mujeres que jamás habían salido de este mísero rincón de la tierra. Se acongojaron, pero sin saber por qué. Sus conjeturas pasaron por una multitud de presupuestos, para que luego de poco, nada concreto quedara.
Clara trataba de apurar el paso, aún sintiendo que un gran peso la arrojaba hacia tras para demorarla; sabía que algo malo las estaba esperando en casa. En su pecho se agitaba la multitud de sollozos del gentío, mientras los relámpagos despuntaban lucidez en su alma, y el corazón se le amargaba en la saliva.
Su madre, mujer sensible que la vida había golpeado en más de una ocasión, en inútiles intentos trataba de tranquilizar a la niña, en su hija, que alguna vez fue ella. Pero ya la casa estaba próxima y la tragedia inevitable; ambas mujeres, la una en la otra, trataron en vano de apaciguar lo desmedido de la circunstancia. Si había algo por salvar, eso era la fe que aún les quedaba por perder. Ni siquiera la esperanza les quitaba el temblor de los labios, cuando casi imperceptible a los oídos de Dios, se les escapaba algún Padre Nuestro o un Ave María.
Pronto estuvieron las dos mujeres de puertas en casa, cuando la tormenta dejó de hacerse esperar, y lo terrible hizo techo en los hogares por siempre jamás, descascarando las paredes de barro y caña, y dejando que el agua filtrase desde arriba, y hasta por abajo, por los zócalos, cediendo a la humedad primigenia.
En poco más de unas semanas, ya ni del pueblo ni de desgracia alguna quedaba por hablar; el río se había llevado consigo hasta las últimas palabras de una triste canción pueblerina, que entre sus versos, elevaba los tributos divinos que un dios había depositado en aquella encrucijada, recreación imperfecta de un secreto punto del universo, en que jamás ya nunca, por designios del señor, la bondad del creador en sus palabras, páginas por páginas, infinita escritura de polvo y tiempo, se atreverá a manchar nuevamente con oprobioso azar, la armonía de una sintaxis que no admite ni el más mínimo error en uno de sus caracteres.
En mí, sólo quedan los nombres de Clara; de sus padres; y casi vagamente, de aquel cura improvisado, del cual prefiero no pronunciar ni el silencio de su último suspiro. Hasta aquí, he dejado librado a mi suerte de polvo y tiempo, los detalles que hacen al olvido de mi ser sin existencia, y de esta rara raza de hombres que desconocen, independientemente de mi memoria corrupta y mortal, los misterios insondables de la nada.



Como era de esperar

Nuevamente, esa noche salió sin decirle ni una solo palabra, pero por cierto gesto de desprecio que se desprendía de su mirada, le hizo comprender de inmediato que nada quedaba de aquella antigua promesa de amor eterno. La cosa no era de extrañar, estas actitudes se habían instalado entre ellos desde hacía ya varios años. En más de una ocasión, y al principio de todo esto, ella había llegado a contemplar la maliciosa idea de terminar con su vida de un modo terrible; y sin pensar en las consecuencias, se había imaginado una especie de paraíso sin él, y con sus pequeños hijos. Estaba destrozada y lo sabía bien; pero el homicidio no era la solución para un problema que se repetía, llamativamente, y en torno a ella, en la gran mayoría de las mujeres que conocía, y que, para consuelo suyo o no, la estaban pasando igual o peor; (claro que uno en su propio infierno hogareño, está más que enceguecido a los dramas de los demás, y nada es tanto como la desgracia de propia).
Así pasaron varios meses más, hasta que un día, habiendo salido ella a dar un paseo por la ciudad (y esto se le había hecho un hábito irracional), frente a una tienda de calzados para damas, se encontró (y de esto cada quién tendrá su modo particular de interpretar), por esas raras cosas de la vida, con una vieja amiga del colegio. Aún hermosas todavía, ambas las dos, y a pesar del paso del tiempo y las vueltas de la vida en su disparidad de destinos, se hallaron, si; y al principio, con miradas que intentaban desnudar la intimidad de un pasado lejano, se reconocieron y, ya sin darse cuenta y en la marcha, se estrecharon en un abrazo fraternal, raro en sí, y hasta casi inaudito entre las mujeres, y cruzaron entre sí miradas de desconsuelo y dolor que sólo ellas podían, en sus almas, llegar a guardar con cierto heroísmo todavía.
Esa tarde se la pasaron juntas de paseo por la ciudad, y hasta se detuvieron en un café, que sin decírselos (porque el silencio entre las mujeres es la marca de lo intrigante y devorador), lo escogieron por su aspecto de intimidad salvada. Allí, entre el aroma del buen café y el humo de los cigarrillos, la una habló a la otra de sus vidas; y valga el azar, la repetición y los misterios de la vida, que supieron hacer coincidir a estas dos, que lejanas y casi desconocidas, dieron igualdad en el destino, en la más mísera de las desventuras. Tanto la una como la otra, supieron del abandono y el descuido de sus infieles maridos que por las noches, y al descaro, se alejaban de sus hogares y obligaciones conyugales, para ir a perderse entre los brazos encantadores de las hijas de la Noche, fecunda en toda clase aventuras pasajeras. Las dos supieron de engendrar en sí la idea homicida y liberadora de los tormentos. Las dos, en una noche sin tregua, abrazaron la esperanza falsa que se esconde tras la máscara de lo trágico.
Pero al final, la suerte que para algunas tiende a afilar el puñal de la venganza, para estas dos, en libre sociedad con el amor que no siempre es luz de la decencia, juntas, y en lo que quedase por venir, y en lo más oscuro de sus corazones (trampa entre lo instintivo y el deseo), se dieron en cultivar, en los campos híbridos y entre sus surcos salitrosos, el desprecio trastocado y potenciado (sortilegio mediante) en aprecio sin igual, en lo igual, propio desde antaño ya entre aquellas que de una vez y para siempre, juraron no amar a otra casta que no fuese la suya propia, sin importarles el juicio divinal de un dios, hecho a imagen y semejanza de su criatura, más despreciable de entre todas las que recrean esta simulación.




De aquel que decía saber

Casi no recuerdo en general los rasgos, y esto quizás por el pudor que el caso se merece, de aquel que decían sabía mucho de todo -y con esto, no se me mal interprete, no quiero decir que no fuese cierto-; de que el hombre sabía, eso nadie lo podría poner en dudas. Personalmente yo lo vi en muy escasas ocasiones, pero mis camaradas de armas lo tenían mejor registrado. De ellos sé, y en estos si se puede confiar, que el tipo este sabía o era entendido en astronomía, física y química; historia, economía, política y religión; filosofía, literatura y hasta de arte en general. Era un hombre muy informado de la realidad, de los últimos avances de la ciencia y medicina. Ahora bien, de más está decir que era la envidia de muchos de entre nosotros que codiciamos un saber un tanto más allá del común de las gentes.
Pero en realidad, y en esto debo ser justo, si había algo que todos, y yo no era la excepción de la regla (y aún hoy esto me carcome la conciencia), es que todos, sin temor a exagerar, le envidiamos más que nada y sobre todo, a su bella esposa y compañera. La mujer más dulce y hermosa que en mi vida he visto y veré, mientras la vida me alcance.
Apartado de los rayos del sol, en la humedad del encierro y los olores a viejo de todo lo que alguna vez tuvo vida; sin libros ni colores, músicas de una sinfonía gloriosa, al menos para mí; en este infierno hecho esta extraña forma de vida, pegado de piel y hueso a unas sábanas fibrosas y mohosas que segregan una sustancia gomosa (hasta el límite del ahogo indefinido, de la confusión y el extravío), se funde la materia exterior a mí, a lo que se deja decir de mí, con unas yagas de un amarillento traslúcido asquerosas de soportar, así estoy o me está - ya no lo sé-, gramática del vegetal, como un alga marina creciendo entre las ruinas de un naufragio, y a kilómetros de la superficie.
La conocí y me conoció una tarde (cuando menos nos lo esperábamos, y la esperanza entre todos era común, nos extrañamos al saber que nuestro amigo en cuestión, se había marchado sin que nadie de entre nosotros supiera dónde) –sé que nadie en su buena fe entenderá el por qué del desorden de esta trama y de sus frases parentéticas-, luego de las típicas y fastidiosas reuniones de los viernes, al salir del café del zurdo Godoy; cuando me predisponía ya de mal modo, eso bien me acuerdo, para ir hasta la casa de los Golstein, que justo ese día por la mañana, me había mandado a invitar para una cena en honor a Carmencita, una judía que yo pretendía en aquellos tiempos, pero que por la inflexibilidad de sus padres en materia religiosa, pronto quedó todo reducido a nada, o por lo menos esa fue la excusa que encontré.
Si, la conocí y me conoció; cruzamos nuestras miradas y, en medio de una fuga de todo espacio y tiempo, no hizo falta más palabra alguna; desde entonces, no nos volvimos a ver ya jamás nunca en otro lugar y tiempo, que no fuera en esta fluidez de todo movimiento y quietud, explosión e implosión, decadencia o putrefacción; en una masiva conjugación en la cual yo fui el otro, y el otro no fue otro que no fuera yo y ella también. La conocí y me conoció, nos conocimos. El conocimiento fue en mí, y nosotros fuimos el conocimiento (el pronombre hoy me resulta errado; en realidad, todo pronombre es errado, máscara falsa de un intento desesperado por ser).




La novela imposible

Érase una vez… -lo cual a mí no me costa-, la historia de un escritor que se dio a realizar lo que él llamaba su obra más importante; quería -si lo logró eso nadie lo comentó- escribir una novela imposible. (Baste aclarar que ha habido intentos anteriores por parte de otros a lo largo de la historia toda de la escritura).
Mucho tiempo pasó pensando y repensando sobre el tema, la estructura, el estilo narrativo, el lenguaje, la época en la cual situar su historia; y lo más importante tal vez, pensó en los personajes claves de tal novela a realizar. Debatió incansablemente en su interior; noches enteras se las pasó inventándose diálogos ocurrentes, y hasta interesantes; y poco a poco, se le iban revelando, a medida que bosquejaba centenares de hojas, las siluetas vagas de lo que debían de ser los encargados de encarnar su más alto anhelo. Supo, desde un principio, que sus personajes exigían un mundo nuevo, totalmente hecho para ellos –bien digo, ellos se lo exigían-. Y si en algo se enorgullecían todos, era que no había sido falta alguna el tener que basarse para tal construcción en ninguno de sus conocidos; y es que el mundillo de la literatura, era pródigo en viciosos patéticos con un gusto estético del diablo. Él por supuesto no era así; si había algo de lo que se jactaba, era de su buena salud, física e intelectual, libre desde siempre de toda clase de vicio, -y es que hasta sus lecturas exhalaban buena salud-.
Mas luego y pronto, se dio cuenta de que en vano recurriría a más de un personaje; entonces comenzó a construir sólo uno, con la caracterización de otros tantos como al principio se le fueron apareciendo. El idealismo idiota estaría de la mano del escepticismo más radical; el político moral al lado del inmoral; el cobarde frente al héroe; la razón frente a la locura; y así con todo lo demás. La justificación para tal elección, era profundizar sobre todos los aspectos de la psiquis humana, fuera de todo tiempo y espacio. Lo pensó y repensó, y esta era la solución más práctica; de lo contrario, incurriría en tópicos comunes de los demás, y no era eso, desde un principio, lo que él quería para su obra. Él solo sentía que su deber era compartir un destino común con los grandes e inmortales poetas de la historia universal, y no con nadie más. Y hasta su personaje (recordando a aquel otro ya caduco y abatido en sus quimeras) así lo sabía y se lo exigía.
Luego de haber descartado el tiempo y el espacio –en lo posible o imposible de que tal proeza así pudiese ser llevada a cabo-; y de reducir los personajes en multitud a uno solo, adentrarse de lleno en los abismos insondables de lo humano en su complejidad, sintió que hasta la luz del día le era innecesaria.
Entonces, y sin más, se dio con la ausencia total de claridad, ya sin espejo ni reflejo, sin maestro ni discípulo; con los fantasmas de un pensamiento vacuo; recapituló y contabilizó lo que hasta ese momento había considerado de más, tanto, que alcanzó a intuirse, a fuerza de su propia ceguera, solo y sin rostro alguno. Y fue ahí cuando el terror comenzó a apoderarse de él, dinamitando hasta la más básica de las premisas de seguridad en sí mismo, y de todo lo que hasta ese momento de su vida había aprendido, comprendido y asimilado de la historia toda del hombre.
Las noches se le tornaron la noche, y la misma, en un lugar. Lugar y estado profundo en que la locura, máscara invisible y tenebrosa, transfiguraba la realidad en fantasía, y la fantasía en realidad. Se supo en un abismo sin tiempo, cayendo incansablemente, liviano y fugaz, perdido en y por su anhelo, fuera y distante de toda posible escapatoria de esta simulación de la realidad; esta duplicación surrealista; trampa mortal de lo onírico y saturnal; la comedia universal de la vida, en su absoluta absurdidad; así se fue, quizás tal vez, ignorante y triunfal tras su sueño.
Nadie supo nada más de él. Se dijo, entre los que tuvieron la ocasión de entrar en su casa, luego de un tiempo prudente, como para dar cuenta de la desaparición –esto, entre todos aquellos que en algún momento dijeron conocerlo-, se halló, entre sus pertenencias, en una magnífica biblioteca de más de un millón de volúmenes, encima del escritorio en el cual solía trabajar incansablemente, y al abandono, un ejemplar de El Ingeniosa Hidalgo Don Qvixote de la Mancha (la fecha de la edición data del año 1607, por lo que, entre los coleccionistas profesionales, la convierte en una pieza de un valor incalculable); el mismo, estaba repleto de notas marginales, casi ilegibles ya, de puño y letra de nuestro buen amigo, el desaparecido autor de la novela imposible. Nada más se encontró; ni una sola señal de tal novela o de proyecto semejante que se le pareciera.

Y el último apagó la luz
El llanto de los niños se había apagado con los primeros rayos del sol. Los vecinos, o pocos de entre ellos, los más cercanos, no habían podido dormir en toda la noche. Los ruidos se habían instalado en el sistema nervioso de muchos de ellos, junto con un malestar masivo que iba creciendo de a poco, y dinamitaba los cimientos mismos de la armonía en sus vidas. Sabían que debían hacer algo pronto, por ellos y los otros, pero más allá del malestar, nada hacían. El silencio había anidado en sus pechos como el griterío histérico en sus oídos. Sentían el entusiasmo del que mucho puede y nada hace, en un cosmo abismado a las profundidades del caos.
La solución era una, dividida en dos, y para una multitud de problemas de conciencia. Todos lo sabían, y de día en día, en más de una ocasión por jornada, la idea les carcomía el cerebro. Una extraña dinámica del mal en sus quehaceres cotidianos, dirigía cada uno de sus accionares en la vida. El malestar común se manifestaba en todas las relaciones con el mundo, por parte de cada uno de los involuntarios miembros de ese radical organismo de la sociedad. Cada uno de ellos era un infierno pirotécnico a estallar en cualquier momento.
La enfermedad era un hostipal. El hospital era una edificación de corredores y pabellones con salas, infinitos, con un patio circular central cada tanto, con cuatro puertas en los extremos de las líneas imaginarias que los cortaban y duplicaban dos veces hasta el infinito. Las puertas llevaban hasta corredores amplios y abiertos, alumbrados por el sol siempre eterno, y al final de los cuales, conectaban con un nuevo pabellón igual a los demás en todo, exacto. La desesperación había levantado altos muros blancos que separaban a uno de los otros, y los incomunicaba en su soledad.
Esa noche, igual a muchas otras, pero signada por un final abierto a la luz de un nuevo día, el barrio estuvo de fiesta de fin de año (el final de un principio siempre final). Cada quiénes, y luego de cenar con sus familias, salieron a brindar con sus amistades del vecindario, hasta las altas horas de la madrugada. (Como bien sabe el bebedor medio y de ocasión, sobre los huracanes y las tempestades de sensaciones que provocan el alcohol en el cuerpo y en la mente del que se excede, con frecuencia, y luego de pasadas algunas horas, la confusión suele ser total o fantasmal; para esto no tengo palabras, entonces, recurro a la experiencia de mi lector, y cuando no, y sé que puede pasar, se corre el riesgo de caer en condenaciones morales de todo tipo). Mas de esa noche nunca nadie sabrá cómo alguien pudo traspasar los blancos muros de su sala, para, entre en un abrir y cerrar de ojos, lo que hasta la noche anterior los había atormentado a todos cesara, y tan sólo dejara, al amanecer y a unos pocos metros de una pila de maderas humeantes, a tres niños muy pequeños aún (como para guardar vestigios alguno de la corrupción en sus infantiles cabezas), al resguardo protector de una gaveta desocupada de gas, lo suficientemente amplia como para los tres.