Al llegar a casa sintió, ante la puerta que lo separaba de su secreto designio, un golpe de lucidez como de dagas clavándosele en la consciencia. La idea que lo cegó era proporcional al sentimiento de frustración que lo acosó durante toda su vida.
Entró en silencio y no miró más allá de donde debía afirmar sus próximos pasos. Nada escapaba a su íntima intuición de lo mismo, o sea que todo era igual y lo mismo a los días que lo precedieron. Al terminar sus plegarias, y ya con el estómago lleno de este vacío angustioso, se dejó caer en lo más profundo de su última herida.