domingo, 29 de septiembre de 2013

LAS TETAS DE UNA TAL LUCRECIA

__ En la nómina de las crónicas más violentas y lujuriosas de mi imaginario, hay de hecho varias Lucrecia; pero en definitiva, todas no son más que una sola y la misma. Lucrecia sin rostro ni apellidos, sin padres ni hermanos; Lucrecia en sí, sin mediodías ni medias tardes. Lucrecia de noche, Lucrecia de la noche. La que de entre todas las heroínas del Divino Marqués, hubiera sido la preferida. Lucrecia, mi Lucrecia.
__ Por las noches, y en los bares, se cuentan muchas de sus historias. Lucrecia vive en las bocas y en los antojos de todos los seres marginales, que al igual que ella, son hijos de las madrugadas de criminales deseos y anhelos. Lucrecia, la de los tantos amantes y ningún amor. Lucrecia, la fiel estampa esculpida al filo de los colmillos. La de la piel diamantina lustrada a saliva. La de cintura y caderas forjadas al fuego del sudor. Lucrecia de noche; Lucrecia de la noche.
__ Lucrecia tiene ese no sé qué... pero no lo tiene para nada escondido. Su mirada es tan penetrante como la noche, como la oscuridad misma de sus ojos noche. Su sonrisa es una mueca invisible de asesinos, de navajas afiladas al roce de ironías; su voz es un ronco ronroneo de gata en los tejados de los lupanares, y un suave y lejano crepitar de sueños sepultados. Lo mejor de Lucrecia es que en ella no hay misterios; ella es la encarnación del olvido, la ejecución a sangre fría de todas esperanzas desahuciadas.